La autora recorre su propia experiencia de vida, la búsqueda de su identidad sexual y el reencuentro con sus orígenes indígenas, que su familia había abandonado para evitar la discriminación. Hoy es una mujer emancipada que enfrenta los cuestionamientos a su identidad lesbiana, feminista e indígena.
La autora recorre su propia experiencia de vida, la búsqueda de su identidad sexual y el reencuentro con sus orígenes indígenas, que su familia había abandonado para evitar la discriminación. Hoy es una mujer emancipada que enfrenta los cuestionamientos a su identidad lesbiana, feminista e indígena.
Nací en Quetzaltenango, una ciudad ubicada en las montañas del occidente del país. El pueblo lleva ese nombre desde el estado nación colonial. Allí han resistido los pueblos del territorio Ancestral Maya Mam y Maya K’iche’. Actualmente, tengo 33 años y desde pequeña crecí con la idea de nombrarme como ladina, sin saber lo que realmente significaba. En mi familia no se habla el idioma ancestral ni se utiliza la indumentaria ancestral, por lo cual siempre he utilizado pantalón de lona, pants u otro tipo de vestimenta. Ladino, mestiza (kaxlan) siempre había sido normal, pero cambiaría con el curso de los años y los diferentes caminos que me llevaron a iniciarme en el activismo en 2011.
Ese año di un paso muy importante en mi vida: me visibilicé como mujer lesbiana en Quetzaltenango. En aquel entonces, mi familia ya sabía sobre mi sexualidad, pero aún no lo había hecho público. Decidí hacerme visible en el primer desfile del Orgullo LGBTIQ+ del pueblo. Resistí momentos difíciles hasta que se fundó Vidas Paralelas, organización que trabaja por los derechos de la comunidad lésbica, que me permitió conocer una diversidad de personas con mucha luz y sabiduría. El haber escuchado diferentes experiencias me hizo reflexionar y cuestionar mis vivencias, empezó a mover algo dentro de mí, comencé a conocer más sobre mis raíces, conocí más sobre mí misma y así me nombré como una mujer lesbiana y mestiza.
Pero algo dentro de mí seguía inconforme. Sentía un vacío sobre mi identidad y sobre cómo me proyectaba socialmente. Decidí dejar que el tiempo me diera la respuesta porque, cuando más buscaba, más lejos estaba de la respuesta. En aquellas noches me decía a mí misma: “Si no tengo firmes mis raíces, no podré seguir caminando hacia la emancipación de mi sexualidad”.
“Tenía temor de reconocerme públicamente, tenía miedo al rechazo, la discriminación y el cuestionamiento sobre las interpretaciones violentas de mi corporalidad”
Encontré la respuesta a esta pregunta, pero la quise ignorar porque me daba miedo escucharla. Un día, en una actividad me encontré a mí misma, me escuché y me reconocí frente al mar, fue algo único, ahí fue donde mis raíces y mi corazón sintieron que en realidad soy una mujer indígena. Sin embargo, tenía temor de reconocerme públicamente, tenía miedo al rechazo, la discriminación y el cuestionamiento sobre las interpretaciones violentas de mi corporalidad. Pero si tu corazón tiene este sentir no lo puedes negar ya que te dice: “De aquí soy”.
Siempre me pregunté por qué mi familia no utilizaba la indumentaria, ni hablaba un idioma ancestral ni compartíamos las tradiciones que practican las familias originarias de estas territorialidades. La respuesta es que mi familia se desplazó del municipio de Momostenango y del departamento de Totonicapán (pueblo Maya K ́iche ́) debido a la falta de trabajo y la pobreza, sumado a la distribución territorial del estado nación colonial de Guatemala que otorga viviendas a los indígenas en zonas de catástrofe. Justamente por las inundaciones, mi familia se vio obligada a migrar internamente.
Por eso, se desplazaron a Quetzaltenango. Vieron la oportunidad de iniciar una nueva vida, pero les fue muy difícil sobrellevar la discriminación que hay en Guatemala contra las personas indígenas que habitan en Iximulew: eran víctimas de agresiones verbales y físicas, y se les complicaba encontrar una oportunidad laboral. De este modo, decidieron dejar de lado su identidad, abandonaron la indumentaria y el idioma ancestral, y dejaron de seguir las creencias y tradiciones familiares. Optaron por la negación de su existencia como forma de sobrevivencia ante el racismo.
Esto hizo que creciéramos sin indumentaria, sin saber idiomas ancestrales, sin tradiciones familiares, simplemente utilizando la vestimenta occidental y las tradiciones familiares occidentales ya que si formas parte del ser “ladina” tienes el beneficio del acceso a la educación, oportunidades laborales y a los círculos sociales. Por eso, regresar a mis raíces sigue siendo un verdadero reto porque es un aprendizaje constante de todo lo que me fue negado. He aprendido y sigo aprendiendo, todos los días. Pero el hecho de ya no percibirme ladina ni mestiza me ha generado el cuestionamiento de muchas personas sobre por qué me nombro así. También me cuestionan ser lesbiana, feminista e indígena.
Desde que tengo uso de razón siempre supe que me gustaban las mujeres, pero no entendía en realidad qué me pasaba y eso me causaba mucho temor. A mis 15 años, comprendí qué me sucedía, pero no sabía si había más personas iguales a mí. Recién me acepté tres años más tarde y conocí a más personas con las cuales he tejido mi camino político y espiritual.
“Desde que tengo uso de razón siempre supe que me gustaban las mujeres, pero no entendía en realidad qué me pasaba y eso me causaba mucho temor”
Quetzaltenango es un lugar machista, conservador, religioso, y tradicional. Las mujeres deben de estar en la casa atendiendo a los hijos y al esposo, haciendo los quehaceres. Las mujeres no deben estudiar: son los hombres quienes sí tienen acceso a la educación y pueden superarse.
En Quetzaltenango y sus municipios existe un racismo muy fuerte. Creen que no existe la homosexualidad, piensan que es una enfermedad, que comienza por una decepción amorosa o que es por moda. La homosexualidad y otras diversidades sexuales son castigadas violentamente: desde encerrarte en tu casa y enviarte al psicólogo, hasta agredirte físicamente, sufrir violaciones correctivas, el casamiento obligatorio o el linchamiento hasta la muerte.
No pretendo nombrarme indígena desde una apropiación cultural, como muchas personas ladino y mestizas lo hacen. Incluso feministas occidentales. No pretendo dar explicaciones a las violencias sobre mi existencia. No creo que los feminismos del mundo ni las luchas LGBTTIQ+ se conviertan en una secta de adoctrinamientos. Sí creo, profundamente, en los caminos emancipatorios de nuestra identidad y sexualidad. Que las rebeldías sexuales continúen llevando la justicia a los pueblos originarios y las mujeres.
Andrea Díaz es originaria del departamento de Quetzaltenango, activista en la lucha de los derechos de las mujeres lesbianas y bisexuales, y fundadora de la organización Vidas Paralelas.