El varón-mujer en los pueblos originarios de América

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Las históricas luchas del movimiento global LGBTTTIQA+ contra la criminalización, la patologización y la discriminación de sus identidades han tenido impacto en distintos estados nación hasta la obtención de derechos civiles como el matrimonio igualitario y la adopción.

Las históricas luchas del movimiento global LGBTTTIQA+ contra la criminalización, la patologización y la discriminación de sus identidades han tenido impacto en distintos estados nación hasta la obtención de derechos civiles como el matrimonio igualitario y la adopción. Sin embargo, son procesos que no se pueden homologar en la compleja pluriculturalidad mundial.

Aunque en la mayoría de los países del continente americano se han gestado cambios sustanciales en materia de derechos y diversidad sexual, las mujeres y varones de los pueblos originarios viven diversas realidades sobre sus identidades sexogenéricas. Mientras en algunas regiones, sus expresiones identitarias y comportamientos sexuales son proscritos y objeto de exclusión y violencia; en otros pueblos, el reconocimiento de sus identidades y su integración social es posible porque sus concepciones sobre el género, la sexualidad y la tradición perduran y se reactualizan a la par de los procesos históricos y políticos que sus colectividades han enfrentado en comunidad.

Al respecto, la antropología es la disciplina que ha aportado herramientas analíticas para comprender la pluralidad de sistemas sexo-género de la diversidad humana. El antropólogo estadounidense Gilbert Herdt propuso el concepto “tercer-género” para superar el problema que supone utilizar la bipolaridad de las categorías “sexo” y “género” del pensamiento occidental al aplicarse en el discernimiento de otras realidades humanas. Para el autor, la cualidad de “tercero” está presente en numerosos pueblos no occidentales: “Los cuerpos y ontologías de esas personas discrepan del dimorfismo sexual en el modo como conciben su ser y su conducta social. Por añadidura, en algunas tradiciones —culturas y formaciones históricas— dichas personas son clasificadas en forma colectiva en terceras categorías o categorías cultural-históricas múltiples”. Esto significa que en algunas culturas no occidentales, las identidades y sus expresiones sexogénericas son infinitas y tienen múltiples combinaciones.

“En algunas culturas no occidentales, las identidades y sus expresiones sexogénericas son infinitas y tienen múltiples combinaciones”

En efecto, para muchos pueblos originarios de América, las concepciones sobre el género y la sexualidad están enraizadas en los mitos que marcan el origen de su existencia a partir de la intervención de las fuerzas sagradas duales. En la región de Mesoamérica, entre los nahuas, se creía que todo lo existente era producto de la acción de Ometeotl, la fuerza sagrada compuesta por Omecihuatl (señora dual) y Ometecuhtli (señor dual) es decir, una unidad sagrada y filosófica compuesta por el par femenino-masculino.

En la región andina, el principio sagrado y creador se concentraba en la figura de Viracocha la fuerza sagrada que significaba padre-madre. Incluso así se le invocaba en lengua quechua: “Cay cari cachon, cay uarmi cachon”, es decir, “sea varón, sea mujer”. Dicha concepción también tenía reminiscencias corporales, pues se le reverenciaba como ulca apo, es decir, señor del ulli (falo) y de la raca (vulva).

Se creía que la fuerza de esos principios duales se proyectaba en la realidad humana y, en el cosmos, es decir, en su calidad circundante y de totalidad. En su desdoblamiento en el ámbito terrestre, dotaban a cada espacio territorial atributos de uno de los polos de la dualidad, lo que suponía la partición geográfica y sus lindes a partir de la diferenciación de sus cualidades de género. Asimismo, las actividades de la reproducción social dependían de la partición de las actividades que desempeñaba cada individuo de acuerdo al género. Si bien los varones se ocupaban de los trabajos públicos y las mujeres de los trabajos domésticos, había otros que requerían de la labor de ambos: una suerte de corresponsabilidad asimétrica en la que, de acuerdo a la valencia de género que tuviera el trabajo, uno asumía la responsabilidad y la dirección de las acciones mientras el otro las obedecía y se convertía en su ayudante.

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“Danza de las mascaritas” en Santa María Huazolotitlan (Oaxaca, México). Foto: Óscar González Gómez.

Por tanto, más que definiciones identitarias fijas, las personas adquirían posiciones de género que eran condicionadas por el lugar que su cuerpo ocupaba en el espacio y el tiempo. Así, cada cuerpo humano iba de una polaridad excluyente masculina-femenina, a un estadío intermedio, un tránsito continuo que requería de complementarse para reproducir y mantener la vida. Tanto en la economía social como en la doméstica se requería de las posiciones de género de cada individuo para mantener la cohesión colectiva. En suma, más que reconocerse la identidad individual, se valoraba la diversidad de posiciones de género que cada persona tomaba para mantener la subsistencia en común.

En la actualidad, además de las actividades de reproducción social, esta concepción sexo-genérica está implícita en los rituales, las tradiciones y las danzas indígenas; pero sobre todo, se observan durante las festividades asociadas a los periodos de fertilidad agrícola en las que se visibilizan y reconocen colectivamente a las diversas identidades. En un gran número de danzas que se realizan en los periodos de siembra y se anuncia la cosecha, las narrativas corporales del baile mantienen una estrecha conexión con la sexualidad humana: aparecen parejas de jóvenes que representan actos de cortejo o personifican ancianos que interactúan con los asistentes a través juegos verbales e interacciones eróticas que provocan carcajadas. Por último, resaltan aquellas donde aparecen varones que usan vestimentas femeninas de distintas generaciones y se caracterizan por mostrar un comportamiento insolente y lúbrico.

“En un gran número de danzas que se realizan en los periodos de siembra y se anuncia la cosecha, las narrativas corporales del baile mantienen una estrecha conexión con la sexualidad humana”

Sobre estos últimos, algunos trabajos etnográficos han reseñado que sus ejecutantes consideran a los personajes que encarnan como una especie de payaso. Otros, en cambio, los asocian al diablo. Para algunos antropólogos son aquilatados en su calidad trickster, pues manifiestan una ambigüedad temporal, espacial y moral.

En su estudio Erotismo, sexualidad y humor en las danzas del altiplano boliviano, la antropóloga social Eveline Sigl (2012) explica que los varones que realizan personajes con vestimentas femeninas como Awicha, Awila o Tayka (la “abuela”) pueden ser considerados como transformistas rituales, pues no pretenden representar a una mujer, sino a un estado intermedio que reúne las polaridades masculino-femenino, varón-mujer. Su condición ambigua sostiene a la dualidad y tienen como cualidad expresiva la picardía y la desfachatez para potencializar su significado a manera de estimulante colectivo, despliegan alegorías al placer sexual porque su tarea es provocar alegría entre los asistentes y, simultáneamente, traspasarla a la madre tierra como requisito para la fertilidad. En síntesis, en las celebraciones comunitarias contribuyen para agradar a la pachamama y a los espíritus de las semillas para que la cosecha y el año agrícola venidero sean benéficos para todos.

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“Danza de las mascaritas” en Santa María Huazolotitlan (Oaxaca, México). Foto: Óscar González Gómez.

La danza de las mascaritas como espacio de expresión de la diversidad

En Huazolotitlán, poblado ñuu savi (mixteco) de la costa oaxaqueña en el sur de México, un grupo de jóvenes solicitó, en 1998, a la comunidad que les permitieran volver a realizar “la danza de las mascaritas” porque llevaba más de una década que no se efectuaba. En la actualidad es parte del repertorio dancístico de las festividades y vida ritual de los pueblos ñuu savi de la costa, al grado de ser aquilatada como expresión de su identidad. Consiste en coreografías de por lo menos ocho parejas, cada una está compuesta por los personajes de un varón y una mujer, cuya interpretación es hecha exclusivamente por varones que usan máscaras de madera y ropa alusiva. Se acompaña por una orquesta compuesta por una batería, dos saxofones, un trombón y, por lo menos, tres trompetas. Las frases de movimiento varían de acuerdo con el patrón rítmico de los más de 25 sones que le acompañan: los danzantes forman parejas situándose en dos hileras paralelas enfrentadas, una para los varones y otra de mujeres, marcan pasos de baile de efecto espejo y desplazamientos corporales eslabonados y cíclicos.

La aprobación para reactivar la danza fue un momento de júbilo para el grupo de jóvenes: además de que podrían interpretar los personajes de mujeres, la danza se convertiría en un espacio para expresarse abiertamente. Aunque la mayoría de ellos se autodenominan como “homosexuales” o “gays”, muchas veces prefieren la indefinición. Cuando le atribuyen un significado emocional a su identificación con el personaje femenino afirman: “Es que a partir de que comencé a bailar en la danza, mi familia sabe qué es mi persona. Ya saben lo que es uno”. Por consiguiente, aunque en Huazolotitlán se han apropiado de las identidades sexogenéricas de la diversidad sexual, su sentido se ha resignificado y, en lugar de usarlas como nominaciones que resaltan su orientación o sus “preferencias” sexuales, las entienden como una identidad de género o identificación personal con las posiciones femeninas. Esta concepción se ve reflejada en el vocablo que en su lengua es utilizada para nombrarlos: ru ndux’ ɨ ɨ en su traducción al español significa “varón-mujer”, es decir, “afeminado”, “parece mujer” o “amujerado”.

Con la aceptación comunitaria, el grupo de jóvenes se esforzó en mantener un grupo constante que les permitiera realizar la danza los días 24 y el 25 de diciembre, además de presentarla durante el carnaval. En un inicio, hubo reticencias en el pueblo porque los jóvenes modificaron los atuendos de los personajes femeninos, optaron por vestidos entallados (en lugar de los elaborados a base de algodón), incorporaron el uso de zapatillas de tacón alto, cambiaron algunos pasos de baile y agregaron sones de otros pueblos. No obstante, lograron afianzar un estilo dancístico propio y, actualmente, son reconocidos por la calidad de sus interpretaciones. Incluso en el resto de los pueblos ñuu savi de la región, la danza se ha convertido en un referente importante para la visibilización de los varones identificados como homosexuales, gays o ru ndux’ ɨ ɨ.

“La danza se ha convertido en un referente importante para la visibilización de los varones identificados como homosexuales, gays o ru ndux’ ɨ ɨ”

Además de la danza, esos varones inciden en las actividades de la reproducción social de su pueblo y mayoritariamente en las consideradas como femeninas al interior de sus familias: unos se encargan del trabajo doméstico y las tareas de cuidado de sus hermanos menores o sus padres de edad avanzada; otros se dedican al comercio, a la venta de productos agrícolas y enseres para el hogar; y algunos optan por labores artísticas y estéticas como coreógrafos para los cumpleaños de 15 la elaboración de objetos conmemorativos de bodas y bautizos. No obstante, el trabajo por el que son más requeridos son los relacionadas a la manufactura de textiles y la elaboración de la indumentaria tradicional confeccionada con telar telar de cintura y bordado a mano.

El trabajo individual y colectivo para el mantenimiento de las prácticas tradicionales ha permitido el reconocimiento social e integración de los varones de diversas identidades sexogénericas en los pueblos ñuu savi de la costa oaxaqueña. La valoración que se les concede no obedece a la reivindicación de su identidad en consonancia a los principios jurídicos de la no discriminación. Por el contrario, se debe al proceso de reciprocidad comunitaria: el respeto y el reconocimiento social se obtienen al cumplir con las normas y las prácticas organizativas colectivas pues a través de ellas se conservan las tradiciones, se genera un espacio de autoridad y se mantiene viva la identidad comunal.

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“Danza de las mascaritas” en Santa María Huazolotitlan (Oaxaca, México). Foto: Óscar González Gómez.

Óscar González Gómez es Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Sus líneas de investigación son las identidades sexogénericas en América Latina y sobre Género, Masculinidades y Salud.